31 mar 2012

Póker de Ases


----- Capítulo IV

Candela terminó de bajar por la improvisada rampa que había sobre las escaleras, si es que a poner dos tablones de madera juntos se le puede llamar formar una rampa. Buscó en la tenue luz que había allí abajo. Las ruedas de la silla de Esther chirriaron y ella apareció en el campo de visión de Candela. Esther, desde su mermada altura, analizaba la mesa de billar meticulosamente, no podía escaparse ningún detalle, analizaba y apuntaba, analizaba y apuntaba; Candela se fijó, tenía la libreta llena de garabatos y fórmulas, que sólo ella conocía, y de abreviaturas ininteligibles.

- Bienvenida a un trabajo fuera de comisaría. Esto se llama “escena del crimen” y es el lugar en el que se supone ocurrió el asesinato. –Bromeó. Esther siempre bromeaba.

- Sigues tan poco graciosa como siempre; olvídalo, no te van a coger en El club de la comedia. –Sacó un cigarro.

- Bueno, al menos había que intentarlo. –Sonrió como siempre y, sin cambiar la sonrisa, añadió – Y aquí no se puede fumar. –Le quitó el cigarro y lo echó en una bolsita de plástico; se guardó la bolsa. – Podrías dar pie a pruebas falsas.

- Me va gustando menos esto de salir de excursión. –Le sonrió a Esther. No hacía falta explicar que entre ellas las bromas, los sarcasmos y las ironías estaban garantizados, eso sí, siempre con un cariño especial, escondido en algún rincón de las dos.

Candela se aproximó a la mesa de billar y observó el cadáver. Nunca había visto un cadáver así, normalmente los veía en fotos o después de la autopsia. Se perdió mirando la boca llena de fichas de aquel hombre. Qué habría llevado a alguien a hacer aquello; ése era su trabajo: averiguarlo, pero…

Paseó sus ojos por el cuello roto de la víctima y un escalofrío recorrió su espalda cuando se fijó en las extremidades, estaban clavadas, clavadas a unas troneras.

En un momento se sintió superada por ella misma. Sabía que la mente a veces es inimaginablemente compleja, cruel, insensible, sí, lo sabía muy bien, pero esto sobrepasaba sus expectativas; imaginarse una mente así no era fácil, perderse en esos pensamientos era hundirse en un mar de alquitrán ardiendo. Imaginó una gráfica, comparó los niveles y otro escalofrío la volvió a sacudir. No podía ahondar más en esa mente, tenía que salir, no imaginaba a alguien así. No podía, la sensación de odio, de repulsión o tal vez de impotencia... Ni siquiera ella sabía qué era, pero la sobrepasaba. Se llevó las manos a su nuca y se quedó observando en silencio, sintiendo cómo la tierra firme de su mente se iba hundiendo en la perversión y la crueldad de un genio.

No pudo evitarlo; en cierto momento no pudo evitar sentir una especie de admiración, una extraña fascinación por la mente que hubiera ideado aquello, un cierto regusto morboso que subió a sus mejillas en forma de rubor. Esto iba a darle mucho que pensar.

Porque, que algo no sea agradable, no quiere decir que no sea asunto para una mente más elevada, pensó. Pero esto no era lo mismo, esta mente no era de un genio, era de un enfermo, un demonio escuálido y sin entrañas. Se perdió en el cadáver y en su propia fascinación.

- ¿Quién….?

- Ésa es la pregunta que nos hacemos todos. Siempre la misma pregunta. –Esther lograba mantener la dulzura. – Sé que es la primera vez que ves así las cosas, pero no puedes quedarte aquí parada, Juan te está esperando en el almacén.

- Vale, voy para allá. –Candela tan solo logró medio susurrar esto. Hizo acopio de fuerzas inexistentes y se dirigió al almacén. – Por aquí, ¿verdad?

- Sí, por ahí. –Esther sonrió de nuevo. Había que reconocer que tenerla en el equipo era para Candela una suerte, siempre daba la sonrisa necesaria. Candela llegó a pensar que en algún lugar tendría una lista enumerada de sonrisas y gestos para cada ocasión en que los necesitara.

Llegó al almacén, Juan estaba de pie con otros dos policías y la joven sentada en unas cajas de bebida.

- ¿Qué haces tú aquí? Creí que Andrea se tenía que encargar de esto.

- Hola a ti también, Juan, me encanta ver que sigues tan agradable como siempre. Andrea me ha mandado a hablar con la chica, así que sal con estos dos hombres de aquí.

- Yo me quedo.

- ¿Para qué?

- Es una orden.

- No estoy incumpliendo nada, sólo pregunto el motivo por… –el ánimo de Candela se estaba ofuscando por momentos.

- Es una orden, no tengo que darte explicaciones. – Cortó Juan. – Hagan el favor de esperar fuera, señores, y que alguien traiga a Andrea. –Ordenó dirigiéndose a los policías.

Candela abrió la boca para replicar algo, seguramente en un mal tono, pero un sollozo de la chica la interrumpió. Dirigió sus globos azules hacia el pequeño y encogido ser que estaba sentado sobre las cajas, respiró hondo y volvió la mirada a Juan esperando la luz verde. Juan asintió.

- ¿Cómo te llamas?

- Se llama Daniela Casares…

- Se lo he preguntado ella. – Cortó secamente, volvió la vista hacia Daniela. La chica sollozaba y se revolvía nerviosamente. – Soy la subinspectora Candela Jiménez, de la brigada de homicidios. Comprendo que estés nerviosa, pero tengo que hacerte un par de preguntas. –Adoptando un tono tranquilo, casi neutro, encendiendo al mismo tiempo la grabadora que llevaba en el bolsillo.

- Yo, yo, no… -Daniela sólo acertaba a tientas con algunos monosílabos, no salía nada útil de su boca.

- Tranquila. Comprendemos que esto no es fácil, pero tienes que respondernos con todo lo que sepas. –Se situó frete a ella para mirarla a los ojos.

- Subinspectora…–Juan avisó con una mirada estricta a la psicóloga. Candela asintió a regañadientes y recuperó la compostura.

- Yo había quedado con él y… y cuando llegué… él… él estaba…. –La chica volvió a romper a llorar.

Candela sacó un pañuelo de su chaqueta y se lo ofreció.

- Toma. ¿Qué relación mantenías con él? –En un tono más aséptico.

La chica lloró de nuevo; estaba nerviosa.

- Éramos amigos. Él... él era el mejor amigo que tenía…

Juan hizo un gesto a Candela; ella recogió el pañuelo y dejó preguntar esta vez a Juan, sin parar de fijarse en cada movimiento que hacía la joven.

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