“El
tiempo es demasiado lento para aquellos que esperan... demasiado rápido para
aquellos que temen.... demasiado largo para aquellos que sufren.... demasiado
corto para aquellos que celebran... pero para aquellos que aman, el tiempo es
eterno.”
Henry Van Dyke
La gente dice que el tiempo pasa rápido, que
cuando quieres darte cuenta tienes ochenta años y tu vida se está yendo. La
gente dice que hay que aprovecharlo, que más tarde te arrepientes de haberlo
tirado. La gente dice que el tiempo es un parpadeo en el universo… Pero la
gente se equivoca en eso, igual que se equivoca en todo.
Hoy he vivido los siete segundos más largos de
toda mi vida. Los siete segundos más agónicos que habría podido imaginar. A
veces la realidad supera a la ficción, o eso cuentan.
La noche estaba cerrada sobre nuestras cabezas.
El único sonido perceptible era el traqueteo del tren, es curioso lo suave que
parecía desde dentro. Alguna que otra partida de ajedrez, sin demasiado interés
por mi parte, debo admitir. Sabía que Mark lo estaba haciendo por mí y, aún
así, no fui capaz de dedicarle ni una sola palabra amable.
Me sermoneaba sobre la importancia de mi cargo,
la responsabilidad que conlleva una primogenitura, la apremiante necesidad de
sacar carácter que tengo. Una y otra vez sus picotazos impactaban contra un
caparazón vacío. Yo no estaba allí.
Yo estaba en otros dos lugares:
El corazón en el hotel con Cecilia. Abrazado a
ella, pequeño y enrojecido bajo sus dulces besos. Calentito entre sus manos.
Sonriente, divertido, ilusionado. Aferrado a la esperanza, a la certeza de que
las cosas sólo pueden ir a mejor, a la certeza de que todo es posible.
Acogiéndose al derecho inalienable a la felicidad.
“Si tu peux le rêver, alors tu peux le faire”
(Si puedes soñarlo, puedes hacerlo)
El alma “en casa” con Alexandra. Pequeña y pálida
bajo mi manto. Fría al tacto. Triste, gris, defraudada. Perdiéndose en el
abandono, en la certeza de que las cosas sólo pueden ir a peor, en la certeza
de que todo es un error. Acogiéndose al veneno de la dejadez.
“Froide est la douleur de croir que la chaleur ne
reviendra à jamais”
(Frío es el dolor de pensar que el calor no
volverá nunca)
De vuelta al mundo real, noto mi clavícula
hacerse añicos bajo el peso del tren. Puedo sentir el instante exacto en el que
cada uno de mis huesos se fragmenta. Mi carne se abre, ardiendo. Las ruedas de
la máquina cercenan mi brazo. Arrancado de cuajo, atravesado mi hombro. El
estridente sonido del tren queda relegado a un susurro bajo mis gritos. Las
esquirlas de mi maltrecho sistema óseo saltan por los aires. Me reduzco a una
masa ingente y sanguinolenta. Pronto mi pecho, mi cadera y mi pierna derecha
sufren la misma suerte. El corazón contrito mientras la máquina me secciona
célula a célula.
Durante siete segundos, el tren pasa a escasos
cinco centímetros de mi cabeza. El viento espoleado por sus ruedas acaricia mi
cara riéndose de mí. Amenazando en su cercanía. Toda mi vida y toda mi muerte
pasan ante mis ojos a la misma velocidad que la locomotora. Mi propia voz resulta
ensordecedora. Un último grito de dolor. Un último estertor con la última
pisada de la máquina… Después el silencio. Y la agonía.
Decía Descartes que era imposible distinguir el
sueño de la vigilia, razón número dos por la que dudar. Cuánta razón veo ahora
en las palabras de mi paisano. Tirada de bruces en el suelo del túnel, con
medio cuerpo desprendido, observo el techo… Y los segundos pasan como largas
horas. No sé si estoy no-viva, si ya he muerto del todo… A instantes los ojos
se me cierran, a instantes recupero la frágil conciencia. Ni siquiera intento
arrastrarme, el mundo entero parece ir a cámara lenta. No me responde la pierna,
ni el brazo. Ni siquiera los oídos parecen estar ahí. Las heridas me abrasan la
poca carne que me queda. La cabeza se me va, la vista se nubla. El día amanece…
Cassandra Rattengift
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