26 mar 2012

Póker de Ases



Capítulo I


Salió de nuevo hacia el pasillo y se miró en el espejo; con mucho cuidado se terminó de maquillar. Pasó un momento mirándose, se atusó el pelo y sonrió, estaba perfecta.

Dieron las 2:30 de la noche, pero hoy le tocaría hacer caja, pensó Daniela, así que tenía tiempo.

Llevaban varios meses manteniendo una relación a escondidas; él estaba casado y con hijos, además, era un hombre importante, accionista y demás cosas que Daniela no entendía. Era el dueño del bar, pero trabajaba como cualquier camarero, de hecho, ese día, se lo había dejado libre tanto a ella como a otro compañero, argumentando que quería ser él quien estuviera en la barra.

Daniela trabajaba en el bar, era una camarera más aunque, bien era cierto, su aspecto físico era un fuerte influyente para la entrada al bar de una mayoría casi absoluta de sexo masculino.

Era guapa, para qué negarlo, tenía buen cuerpo, fruto de la juventud y el ejercicio. No era desconocida en el barrio su natural habilidad para no dormir sola, es más, era bastante conocida en el barrio su natural habilidad para cada día despertar habiendo hecho un amigo nuevo. Pero, desde hacía varios meses, se había olvidado de sus aires de diva y no se esforzaba tanto desarrollar su agudizado “don de gentes”. Sí, ya se comentaba por los rincones más descaradamente secretos del barrio, Daniela, la mujer 10, estaba oficialmente enamorada de alguien, o, por lo menos, todo lo oficial que puede ser un rumor.

Cogió su bolso y se fue, echando la llave. Bajó los tres pisos en ascensor, abrió la puerta de la calle y salió.

Andaba despacio, quería llegar justo cuando él hubiera terminado de hacer caja, quería darle una sorpresa; llevaba las llaves del bar en su bolso.

Daniela vivía en un piso básicamente pequeño, en el casco antiguo de la ciudad. Estaba de alquilada y poco era lo positivo que se podía decir de ella, hasta hace unos meses.

Continuó andando, viendo cómo los ancianos edificios se doblegaban ante sus pasos. Había gente en las calles, claro que la había, era viernes, pero aún no era la hora clave.

Siguió su camino, durante un buen rato, el bar estaba lejos, pero decidió ir a pie.

Faltaban ya pocas calles para llegar al bar, sus sandalias de tacón resonaban en el suelo transmitiendo todo el eco de la seguridad y la confianza en sí misma que llevaba su dueña.

Ya estaba, sólo tenía que cruzar la calle y llegaría a la puerta trasera del bar. Sabía que él estaría dentro, contando el dinero, terminando de colocar bien los tacos del billar o arreglando la máquina tragaperras, que se estropeaba con más frecuencia de lo que funcionaba.

Daniela esperó en la otra acera. El rojo del semáforo se hizo eterno, como una tarde larga y lluviosa de domingo, y por fin, tras la tormenta, llega el verde. Cruzó rápido, transmitiendo eco de sus pasos, en pocas zancadas llegó a la puerta trasera del bar.

Era una chica alta, no tuvo problemas en correr para no mojarse en cuanto el cielo se oscureció y comenzó a sollozar, se había entretenido por el camino más de lo que debía.

Abrió la puerta con cuidado, no quería hacer ruido, quería darle una sorpresa. Bajó las escaleras, pero él no estaba allí, era extraño, debería de estar terminando de arreglar el almacén; no estaba tampoco en los servicios para empleados.

- ¿Yacob? ¿Yacob, estás ahí?

Daniela no obtenía respuestas; comenzó a preocuparse. Entró en el núcleo del bar por la puerta de la barra y buscó. Sus delicados ojos marrones se posaron con horror sobre la mesa de billar. Abrió la boca para decir algo pero no pudo. Lo único que salió del bar fue un grito de espanto, sus ecos y las palomas que había en el tejado del edificio.

Sobre la mesa de billar, boca arriba y con el cuello roto, estaba Yacob, muerto, con cada mano y cada pie clavados en cada tronera de los extremos mediante unas barras de metal y con la boca llena a rebosar de fichas del casino. No se oía nada, salvo el murmullo de la máquina tragaperras aún encendida…

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